Día 18 de marzo
Dejadas atrás las enojosas y lentas formalidades de salida de Bora Bora en la Polinesia Francesa, ya navegamos en mar abierto desde las 15.30h de ayer. Nuestras primeras 113 millas han sido pura delicia para los sentidos. Una mar completamente llana, como la lámina de agua de un lago de montaña, evocan en nosotros el recuerdo del momento en que Magallanes decidió apellidar este inmenso océano como Pacífico. Y más nos vale que así siga, aunque no le hacemos ascos a que unos cuantos nudos de viento en la buena dirección –con unos quince a veinte nos arreglamos– impulsen la nave y nos ahorren horas de lenta navegación y algunas dosis de consumo de combustible.
El paso de las horas se sucede entre gratas y animadas conversaciones, con la atención puesta en las islas que aún se divisan en nuestra popa, por nuestro través o que, mucho más lejos, emergen por la proa, en el confín del horizonte.
La dilatada espera en Bora Bora para poder llenar los tanques de gasóleo (el día anterior, la isla se había quedado sin suministro, por lo que fue imposible repostar), demoró también la hora de nuestro esperado almuerzo, preparado con esmero por José Ignacio. En consecuencia, más tarde que otros días, un cierto numero de tripulantes, con los corazones calientes y el estómago debidamente acondicionado, abandonan el reino de los seres conscientes, mientras los turnos de guardia se suceden con sosegada aunque precisa exactitud.
Las cañas están ya cumpliendo sus funciones pero, hasta el presente, el océano no ha dejado constancia de albergar vida animal alguna. Estamos dispuestos a darle un cierto margen de confianza. Aún hay proteínas a bordo.
A las seis de la tarde se produce el crepúsculo y, como un solo hombre, la tripulación se lanza a por sus cámaras con el fin de conservar en su biblioteca de bytes la memoria del espectáculo que cotidianamente se nos ofrece. Sólo el capitán permanece ajeno al movimiento general: más atento al sol, las nubes y las sombras proyectadas, que a la tecnología de su captación, disfruta doblemente. Su pasividad contemplativa, sin embargo, leve no le privará de disfrutar de las imágenes grabadas. El lo sabe. Por algo es el capitán.
Ni siquiera la llegada de la noche exige una prenda de abrigo adicional. Una leve brisa, más resultado de la marcha del barco que del viento real, acaricia los cuerpos de la tripulación. Y, con su dulzura, comunica a sus almas una sensación de bienestar que, hacia las nueve de la noche muta ya en moderada euforia, con la leve ayuda de un gintonic y una selección de algunas conocidas canciones de antaño, aún vivas en el recuerdo de esta joven tripulación.
Esta noche pasada, con estas sensaciones, todo el mundo quería hacer guardia y prolongar la velada…..Veremos si la racha nos dura….
Juan Manuel Eguiagaray